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Biografia de Julio Cortazar 

 

Julio Cortazar nacio accidentalmente en Bruselas el 26 de agosto de 1914, su padre era funcionario de la embajada de Argentina en Belgica, se desempañaba en esa representacion diplomatica como agregado comercial. Hacia fines de la primera Guerra Mundial, los Cortazar lograron pasar a Suiza gracias a la condicion alemana de la abuela materna de Julio, y de alli, poco tiempo mas tarde a Barcelona, donde vivieron un año y medio. a Los cuatro años volvieron a Argentina y paso el resto de su infancia en Banfield, en el sur del Gran Buenos Aires, junto a su madre, una tia y Ofelia, su unica hermana. 

Realizo estudios de letras y de magisterio y trabajo como docente en varias ciudades del interior de la Argentina.En 1051 fijo su residencia definitiva en Paris, desde donde desarrollo una obra literaria unica dentro de la lengua castellana. Algunos de sus cuentos se encuentran entre lo mas perfectos del genero. Su novela Rayuela conmociono el panorama cultural de su tiempo y marco un hito insoslayable dentro de la narrativa contemporanea. 

En 1983, cuando retorna la democracia en Argentina, Cortazar hizo un ultimo viaje a su patria, donde fue recibido calidamente por sus admiradores, que lo paraban en la noche y le pedian autografos, en cotraste con la indiferencia de las autoridades nacionales. Despues de visitar a varios amigos. El 12 de febrero de 1984 murio en Paris a causa de una leucemia. Julio Cortazar es uno de los escritores argentinos mas importantes de todos los tiempos. 

 

Fuente: http://es.wikipedia.org/wiki/Julio_Cort%C3%A1zar

Los amigos

EN ESE JUEGO todo tenía que andar rápido. Cuando el Número Uno decidió que había que liquidar a Romero y que el Número Tres se encargaría del trabajo, Beltrán recibió la información pocos minutos más tarde. Tranquilo pero sin perder un instante, salió del café de Corrientes y Libertad y se metió en un taxi. Mientras se bañaba en su departamento, escuchando el noticioso, se acordó de que había visto por última vez a Romero en San Isidro, un día de mala suerte en las carreras. En ese entonces Romero era un tal Romero, y él un tal Beltrán; buenos amigos antes de que la vida los metiera por caminos tan distintos. Sonrió casi sin ganas, pensando en la cara que pondría Romero al encontrárselo de nuevo, pero la cara de Romero no tenía ninguna importancia y en cambio había que pensar despacio en la cuestión del café y del auto. Era curioso que al Número Uno se le hubiera ocurrido hacer matar a Romero en el café de Cochabamba y Piedras, y a esa hora; quizá, si había que creer en ciertas informaciones, el Número Uno ya estaba un poco viejo. De todos modos la torpeza dé la orden le daba una ventaja: podía sacar el auto del garaje, estacionarlo con el motor en marcha por el lado de Cochabamba, y quedarse esperando a que Romero llegara como siempre a encontrarse con los amigos a eso de las siete de la tarde. Si todo salía bien evitaría que Romero entrase en el café, y al mismo tiempo que los del café vieran o sospecharan su intervención. Era cosa de suerte y de cálculo, un simple gesto (que Romero no dejaría de ver, porque

era un lince), y saber meterse en el tráfico y pegar la vuelta a toda máquina. Si los dos hacían las cosas como era debido —y Beltrán estaba tan seguro de Romero como de él mismo— todo quedaría despachado en un momento. Volvió a sonreír pensando en la cara del Número Uno cuando más tarde, bastante más tarde, lo llamara desde algún teléfono público para informarle de lo sucedido. Vistiéndose despacio, acabó el atado de cigarrillos y se miró un momento al espejo. Después sacó otro atado del cajón, y antes de apagar las luces comprobó que todo estaba en orden. Los gallegos del garaje le tenían el Ford como una seda. Bajó por Chacabuco, despacio, y a las siete menos diez se estacionó a unos metros de la puerta del café, después de dar dos vueltas a la manzana esperando que un camión de reparto le dejara el sitio. Desde donde estaba era imposible que los del café lo vieran. De cuando en cuando apretaba un poco el acelerador para mantener el motor caliente; no quería fumar, pero sentía la boca seca y le daba rabia. A las siete menos cinco vio venir a Romero por la vereda de enfrente; lo reconoció en seguida por el chambergo gris y el saco cruzado. Con una ojeada a la vitrina del café, calculó lo que tardaría en cruzar la calle y llegar hasta ahí. Pero a Romero no podía pasarle nada a tanta distancia del café, era preferible dejarlo que cruzara la calle y subiera a la vereda. Exactamente en ese momento, Beltrán puso el coche en marcha y sacó el brazo por la ventanilla. Tal como había previsto, Romero lo vio y se detuvo sorprendido. La primera bala le dio entre los ojos, después Beltrán tiró al montón que se derrumbaba. El Ford salió en diagonal, adelantándose limpio a un tranvía, y dio la vuelta por Tacuarí. Manejando sin apuro, el Número Tres pensó que la última visión de Romero había sido la de un tal Beltrán, un amigo del hipódromo en otros tiempos.

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